viernes, 13 de noviembre de 2009

Morir en navidad.


Se acercan las navidades y resulta una época apropiada para pensar en la muerte.
Porque son fiestas religiosas, tal vez, y en el fervor espiritual ya se sabe que nacer, morir, todo lleva al mismo sitio; porque de alguna manera se potencia el amor (que las llamadas consumistas no consiguen paliar del todo), y amar te acerca a la vida y a la finitud de la vida; porque te hace más consciente de la soledad y de la impermanencia.
A mí personalmente, la aproximación de los días de navidad y fin de año siempre me han llamado a hacer balance y a pensar en la vida que se acaba y en la vida que empieza.
Quizás también (todo hay que decirlo) porque mi padre murió en una fecha próxima a las fiestas de navidad, cuando yo tenía 11 años.
Quizás este año, especialmente, porque mi madre se ha ido cuando ya nos hallábamos en la antesala de los preparativos de navidad.

Morir en navidad. Un momento tan bueno como otro cualquiera.

Cuando una persona se va queda su ausencia, así que no se va del todo. Queda su sombra (o su luz) en el rincón del sofá donde solía sentarse, en el pasillo que caminaba a su habitación, en los olores que perduran en su cuarto, en sus cosas. Tengo que decirlo, pero hasta la fecha nadie ni nada ha conseguido hacerme creer en la muerte.
¿Cómo creer en la muerte cuando la presencia de quienes se han ido es tan poderosa?
Puedes responderme que su presencia es poderosa sólo cuando se acaban de ir; su presencia/energía permanece al principio, pero luego acaba diluyéndose, como todo. Sin embargo, el hecho es otro: su existencia continúa cuando se acaban de ir y siempre, mientras tu memoria siga viva.
Y no tengo motivos para creer si sobreviven o no sobreviven a tu memoria.

El viaje de vivir, el viaje de morir.

Vemos cada noche las estrellas que hace miles de años dejaron de existir y no vemos a todos esos compañeros de viaje que simplemente cambiaron de forma de existencia.

Para mí, la muerte es como un viaje. Pero es que la vida es como un viaje. También. ¿Dónde está la diferencia? En que mientras compartimos viaje en esta nave, en este sueño, creemos que sabemos dónde estamos y cuando alguien se va perdemos su pista. Ya no está aquí.
Como el viajero que deja su habitación de hotel.
Como quien cambia de casa, o más aún, de ciudad, de país. Yo lo he hecho algunas veces. Partir de cero. O de casi-cero. Siempre te llevas lo que llevas dentro. Tus recursos personales, tus aprendizajes. Tus habilidades para hacer camino en el nuevo mundo, en la nueva vida.
Ahora es otra persona quien se va, y no dijo adónde. Quizás no lo sabía ni ella misma. Pero ahí está, en algún lugar, con sus aprendizajes, abriéndose camino en un nuevo sueño. Soñando otro sueño.
Y en éste quedamos los que quedamos. Viviendo este sueño. Conviviendo con los tripulantes de esta nave, que aún no dejaron el barco, y con las huellas de los que se fueron.

Nadie ni nada puede arrancar lo que ya existe en la memoria, ni siquiera una lobotomía. Lo que existió siempre seguirá existiendo en algún lugar. Dentro y fuera.
Dentro, en tu experiencia, en el amor que nunca cesa. Los que se fueron ya forman parte para siempre de tu experiencia de amor, que te transcenderá y no cesará nunca.
Y fuera. La energía que produjeron, sus pensamientos, sus palabras, su olor, las partículas y ondas que dejaron en todo lo que tocaron, en tu piel. Mis ojos no lo ven porque la anatomía de mis ojos y de mi cerebro no me permite captarlo todo, es así de limitada. Pero aquí sigue su sombra. O su luz. Conviviendo con nuestras luces y sombras.

Así que aquí nos quedamos, viviendo esta nueva navidad. Los que nos quedamos y los que se fueron. Exactamente igual que cada año. Igual que siempre.


http://www.youtube.com/watch?v=f_cxtm3AmaE&NR=1


De http://reflexionesdeunaestudiantebudista.blogspot.com/

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